San Francisco de Asís
San Francisco nació en Asís hacia el fin del año 1181 o comienzo del 1182. Llamábase su madre Pica, y Pietro Bernardone su padre. Bernardone, acaudalado comerciante en paños, se hallaba en Francia, en viaje de negocios, cuando Pica dio a luz a este hijo al que se impuso el nombre de Juan. El padre, a su vuelta, le añadió el de Francisco en recuerdo del bello país que acababa de visitar.
Pietro Bernardone, absorbido por sus negocios, dejó la educación del niño en manos de Pica, mujer de gran virtud, que se entregó de corazón a cometido tan delicado; y tan bien logró formar el alma de su hijo que cuantos conocían la conducta de Francisco le presagiaban el porvenir más halagüeño. La instrucción que recibió del sacerdote de la pequeña iglesia de San Jorge tendía a preparar al futuro comerciante, pues aprendió con él lectura, escritura y cálculo, aparte de algunas nociones de latín. El mismo Bernardone debió enseñarle la lengua que él a su vez aprendiera en sus permanencias en Francia. Y muy temprano, apenas salido de la infancia, hacia los quince años, se vio Francisco asociado al negocio de su padre.
El joven comerciante se manifiesta hábil y afortunado, pero al mismo tiempo sigue los impulsos de su temperamento ávido de gloria y de placer. No había cumplido aún los veinte años, cuando estalló la guerra entre Perusa y Asís, lucha en que al punto se alistó, siendo hecho prisionero (1202). Recobrada la libertad a fines de 1203, volvió a su vida habitual.
Su ardor belicoso vuelve de nuevo a despertar al anuncio de una expedición militar a Apulia. Sonríe a Francisco el ensueño de hacerse armar caballero en el campo de batalla, combatiendo a las órdenes de Gualtiero III de Brienna, y con esta ilusión parte; mas pronto se detiene en su camino, muy cerca todavía de Asís, en Espoleto. Una visión le orienta hacia otro destino, y bruscamente vuelve a su ciudad natal.
En 1206 se entrega totalmente al servicio de Dios y renuncia a la herencia paterna para llevar durante dos años una vida eremítica, dedicado a reparar las iglesias de San Damián, San Pedro y Santa María de los Ángeles, capillita esta última donde, a fines del 1208 o comienzos del 1209, comprende plenamente su vocación. Por este título la humilde capilla ha merecido ser considerada como cuna de la Orden de Frailes Menores.
No soñaba entonces el joven convertido con ser fundador de una Orden nueva. Su vida penitente, tan opuesta a sus costumbres de antaño, sólo suscitó al principio compasión y burla. Sin embargo los espíritus reflexivos vieron en él los caracteres de la santidad verdadera y pronto se vio rodeado de discípulos; fue el primero Bernardo de Quintavalle, que no vaciló en vender todos sus bienes y distribuirlos entre los pobres; y luego Pedro Catáneo. Tomaron el mismo hábito que Francisco y vivieron con él, esforzándose en seguir a la letra los consejos evangélicos.
Francisco, Bernardo y Pedro se instalaron en Rivo Torto, donde se les unió Fray Gil, también de Asís. A pesar de las burlas y befas de sus conciudadanos, los nuevos penitentes formaron un pequeño grupo que poco a poco fue en aumento. Comprendió Francisco que a cada momento necesitaba una norma de vida algo más precisa, y sencillamente, y en pocas palabras, redactó una Regla para sí y los suyos, utilizando preferentemente las palabras del Evangelio, cuya perfección era su aspiración única; y con sus compañeros, ya en número de once, se dirigió a Roma en busca de la aprobación pontificia. Viva fue la oposición del Sacro Colegio de Cardenales contra aquel lego, que con sobrada facilidad abandonaba las formas tradicionales de vida religiosa; pero las prudentes palabras del Cardenal Juan de San Pablo disiparon las dudas del Papa. Inocencio III reconoció en Francisco al hombre de Dios; lo abrazó, aprobó verbalmente su Regla, y le dio autorización para predicar penitencia. Idéntico privilegio se concedió a sus discípulos, pero condicionado a la previa autorización de Francisco. Finalmente, el Papa le invitó a volver cuando el número de sus frailes hubiese aumentado. El Santo prometió obediencia al Vicario de Jesucristo, y los demás frailes la prometieron a Francisco. Fue ésta la primera profesión de la Orden.
¿Estaba Inocencio III plenamente convencido de la misión de Francisco...? Puede dudarse de ello desde el momento que se contentó con una aprobación meramente verbal, aunque prometiéndole más amplios favores si la experiencia venía a llenar las esperanzas que el humilde grupo de asisienses suscitara. Era lo prudente; pero por lo menos se había hecho cargo de la grandeza e importancia de miras de San Francisco respecto a la reforma de la Iglesia; y en consecuencia le amparó con su protección y aseguró sus primeros pasos.
Sin modificación alguna sustancial, y por el mero hecho de la aprobación, la Fraternidad de Penitentes de Asís se transformaba en una Orden Religiosa. La Orden de Frailes Menores estaba ya fundada (1210).
Después de recibir la bendición del Pontífice, Francisco y sus compañeros visitaron el sepulcro de los Apóstoles. El Cardenal Juan de San Pablo confirió a todos la tonsura, agregándolos con ello a la jerarquía eclesiástica, después de lo cual los Penitentes de Asís abandonaron la ciudad eterna.
Italia fue el primer teatro del celo de San Francisco; Italia y especialmente Umbría, teniendo como centro a Rivo Torto, que bien pronto abandonaron para instalarse en Santa María de los Ángeles. Esta capilla, llamada también la Porciúncula, les fue concedida a perpetuidad, mediante un censo módico, por el Abad del Monte Subasio (Observancia de Cluny). En torno a ella se levantaron algunas cabañas, y para clausura se plantó un seto. Un asisiense rico, Jacobo de Filippo, les cedió un vasto terreno, que más adelante habría de serles útil con motivo de los Capítulos Generales. De la Porciúncula hacían sus salidas los nuevos predicadores para evangelizar las campiñas vecinas, siendo Asís la primera en beneficiarse con esta predicación y recobrar la paz.
No limitó Francisco su celo a edificar a su ciudad natal solamente; también recibieron su visita otras ciudades: Perusa, Cortona, Imola, Bevagna, Alviano, Ascoli, Arezzo, Florencia, Pisa, Satriano, Sena, que sucesivamente fueron evangelizadas. Sus discípulos imitaron su celo y compartieron sus trabajos. A Bernardo de Quintavalle cupo la suerte de implantar en Bolonia la Orden de Frailes Menores.
Pero Italia ya no era suficiente al celo de San Francisco, que ambicionaba la gloria del martirio. Era la época de las Cruzadas, y en este año, 1212, partían para Tierra Santa gran número de cruzados. No habían dirigido todavía sus esfuerzos a los países orientales misioneros de ninguna clase. Únicamente los pueblos del Norte: Eslavos, Escandinavos y Lituanos habían recibido a los apóstoles del Evangelio. En Oriente, tan sólo a los cismáticos griegos y sectas heréticas, jacobitas, armenios y nestorianos, se les invitaba a ingresar en la unidad católica.
A los musulmanes se pretendía reducir por la fuerza de las armas; nadie pensaba en convertirlos. San Francisco concibió este grandioso proyecto, que nadie jamás había sabido realizar, y dedicó un capítulo de su Regla a "los que quieren ir entre los Sarracenos" (1 R 16; 2 R 12). Por lo demás, es el primero en dar ejemplo. Nombra a Pedro Catáneo Vicario General y se embarca para Siria. Pero la tempestad dirige su navío a las costas de Iliria, de donde, por imposibilidad de ir al Oriente, Francisco vuelve a Ancona, y llega a la Porciúncula (invierno 1212-1213), acompañado de nuevos discípulos (1 Cel 55; LM 9,5).
Emprende de nuevo sus correrías apostólicas. El 8 de mayo de 1213 se encuentra en Montefieltro, en el condado de Urbino, donde el conde Orlando dei Cattanei le hace donación del monte Alvernia para que en él levante un convento. Francisco lo acepta, y encarga a dos frailes que reconozcan el terreno y se ocupen de la obra. Él, por su parte, ardiendo siempre en ansias de martirio, decide emprender la evangelización de los Moros, contra quienes los cristianos acababan de obtener la célebre victoria de las Navas de Tolosa (julio 1212). Llega a España con Bernardo de Quintavalle y algunos otros compañeros, pero se ve forzado por la enfermedad a interrumpir su viaje y volver a Italia (1 Cel 56-57).
El tiempo transcurrido entre esta vuelta de España y 1216 es la época más obscura de la vida de San Francisco. Parece indudable que continuó entregado al apostolado hasta donde sus fuerzas se lo permitieron. Puede también admitirse que en 1215 marchara a Roma, donde tenía lugar el IV Concilio Ecuménico de Letrán, y debió ser entonces cuando se encontró con Santo Domingo, que acababa de solicitar la aprobación pontificia para su Orden de Frailes Predicadores.
El Concilio comenzó el mes de noviembre de 1215. Las deliberaciones versaron sobre los preparativos de una nueva Cruzada, la unión de las Iglesias griega y latina, la disciplina, la condenación de las nuevas herejías, y la fundación de Órdenes Religiosas. El Canon XIII ordenó que en adelante no se admitiese la fundación de Orden Religiosa alguna, y que, de instituirse alguna, debiese ésta elegir la Regla de alguna de las Órdenes ya aprobadas. En consecuencia, Santo Domingo debió volverse sin la anhelada confirmación; pero en lo que a la Orden de Frailes Menores respecta, el mismo Soberano Pontífice anunció al Concilio que él mismo la había aprobado ya antes verbalmente.
Después del Capítulo de Pentecostés (1216), Francisco se hallaba en Perusa, cuando moría Inocencio III. ¿Asistió a la elección de su sucesor Honorio III? Desde luego hay documentos contemporáneos que nos lo presentan días después de la elección al lado del nuevo Pontífice. Acompañado de Fray Maseo, venía a solicitar de él una indulgencia para todos los que visitasen la capilla de la Porciúncula el día de su consagración, petición a la que Honorio III accedió gustoso, y el 2 de agosto siguiente tuvo lugar la solemne dedicación de Nuestra Señora de los Ángeles, fiesta en que Francisco, en nombre del Papa, promulgó el favor que acababa de obtener.
Tampoco sabemos, de cierto, nada de lo que Francisco hiciera desde agosto de 1216 hasta Pentecostés de 1217. El Capítulo de este último año se hizo notar por dos medidas importantes: la institución de Provincias y Ministros Provinciales, y la organización de las primeras grandes Misiones fuera de Italia y en Oriente.
Francisco eligió para campo de su apostolado a Francia, y junto con algunos compañeros se puso en camino hacia el país que le diera su nombre, y al que amaba con predilección por su espíritu católico y su gran devoción a la Santa Eucaristía. Al pasar por Florencia supo que en ella se hallaba el Legado Pontificio, el Cardenal Hugolino. El Cardenal y el Santo no estaban todavía unidos por aquella amistad que más adelante tan íntimamente los había de estrechar, aunque para entonces ya se conocían; pero la fama de santidad de Francisco le había conquistado ya el afecto del Prelado, que se recomendó humildemente a sus oraciones, ofreciéndole en cambio su protección. El Cardenal vino a ser, de esta manera, el consejero afectuoso y devoto del joven Fundador. Comenzó por disuadirle de continuar su viaje al otro lado de los Alpes, y Francisco, dócilmente, volvió a tomar el camino de Asís, y a predicar de nuevo en la Península.
Los frailes que enviara a España, Francia y Alemania volvieron descorazonados. Súpolo Hugolino, y al momento, junto con Francisco, se presentó a Honorio III, el cual accedió gustoso a darle oficialmente el título de Protector y Defensor de los Frailes Menores. Todos estos sucesos acaecieron probablemente durante el año 1218, y ciertamente antes del Capítulo tan importante de 1219, conocido en la historia con el nombre de Capítulo de las Esteras. Una vez más se organizaron en él las Misiones con nuevos misioneros, que partieron en todas direcciones, exceptuadas Alemania e Inglaterra.
El Santo, que no había renunciado a predicar la fe a los infieles, decidió seguir la nueva Cruzada, cuyos esfuerzos dirigió Honorio III hacia Egipto, y, trasmitiendo sus poderes en la Orden a dos Vicarios Generales: Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles (el primero de los cuales quedaría en la Porciúncula para recibir allí a los postulantes y formar los novicios, mientras el segundo recorrería Italia y visitaría a los frailes), se embarcó en Ancona con algunos compañeros, entre los cuales se encontraban Pedro Catáneo e Iluminado de Rieti. Apenas llegó a Egipto, intentó lograr la unión entre los mismos Cruzados, los cuales, por haber desechado sus consejos, fueron derrotados el 9 de agosto de 1219.
Tres meses más tarde eran a su vez vencedores y se apoderaban de Damieta (5 de noviembre de 1219). Al hacer el reparto de los diferentes barrios de la ciudad, asignaron a los Frailes Menores, compañeros de San Francisco, una iglesia con casa contigua. Pero el Santo, que por otra parte había fracasado en su intento de convertir al sultán Malek-el-Kamel, e indignado por la conducta de los Cruzados, los abandonó, según una tradición que nadie niega, para visitar los Santos Lugares. Allí es donde un fraile llegado de Italia le puso al corriente de las turbulencias suscitadas por la administración de los dos Vicarios Generales, y por los cambios que trataban de introducir en la vida de los Frailes Menores. Estas alarmantes noticias le decidieron a volverse a Italia, llevando consigo a Pedro Catáneo, Elías, Cesáreo de Espira y algunos otros.
Grandes debieron ser la inquietud y pena que sintiera Francisco al saber las modificaciones con tanta audacia impuestas a su obra, pues, a su vuelta a Italia -nos dice Jordán de Giano-, bien informado de lo ocurrido en su ausencia, marchó directamente, no a los perturbadores, sino al mismo Papa.
Su primera demanda fue pedirle alguien que en su nombre le asistiese en el gobierno de la Orden, para lo cual Honorio señaló al Cardenal Hugolino, ya antes designado como Protector contra la hostilidad de los Prelados. Confióle Francisco su pena, y le rogó suprimiese todas las innovaciones introducidas en su ausencia. Se le concedió lo que pedía; pero esta dura prueba le hizo ver cómo su Orden necesitaba de una organización más firme. Y como él, abrumado por las enfermedades, se sentía incapaz de realizarla, en el Capítulo de San Miguel (29 de septiembre) de este mismo año (1220 probablemente) presentó su dimisión; y nombró a Pedro Catáneo, no sólo por Vicario General, sino como verdadero Ministro General.
Pedro Catáneo murió el 10 de marzo de 1221, y para reemplazarlo nombró Francisco a Fray Elías, que presidió ya el Capítulo General de este año. A este Capítulo asistió el Cardenal Raynerio, obispo de Viterbo, acompañado de varios otros obispos y religiosos de diversas órdenes. Duró siete días con una concurrencia de tres mil frailes, siendo el último en que se reunieron todos los religiosos, profesos, novicios, superiores y súbditos. Organizase en él una nueva misión en Alemania, abandonada después del fracaso de 1217. Durante este año de 1221 aparece ya como una organización poderosa la Tercera Orden, conocida entonces con el nombre de Orden de Penitencia. Los sufrimientos que Francisco tiene que soportar son incesantes, pero a pesar de ellos continúa sus predicaciones por la Península. En 1222 predica en Bolonia el día de la Asunción.
En junio del año siguiente evangeliza Greccio y Perusa. Pero este año de 1223 es piedra miliaria en la vida de San Francisco, como en la historia de la Orden, por un acontecimiento de capital importancia: la aprobación y confirmación solemne de la Regla.
Durante el Capítulo de Pentecostés de 1224, último a que acudió Francisco, se entregó la nueva Regla a los Ministros. De él partió también Fray Agnelo de Pisa, hasta entonces Custodio de París, con otros tres clérigos y cinco legos de Francia, para la misión de Inglaterra, que en este Capítulo se resolvió emprender. El 11 de septiembre de 1224 desembarcaron en Dóver. Días más tarde, el 17 de septiembre, recibía Francisco en el Alvernia el incomparable beneficio de las Llagas. Este monte, que había sido al mismo tiempo su Tabor y su Calvario, recibía su último adiós el día siguiente a la fiesta de San Miguel (30 de septiembre). Cuando volvió a la Porciúncula, hubo algunos frailes que, a pesar de todos sus esfuerzos por ocultarlas, pudieron ver o tocar sus santas Llagas.
De día en día sus enfermedades recrudecían; pero ni los dolores, a quienes llamaba "sus hermanos", amenguaban su celo apostólico; veíasele en efecto, montado en un asno, recorrer aldeas y ciudades. Empero su debilidad iba en aumento, tanto que poco a poco llegó a perder hasta la vista; y sólo a repetidas instancias de Fray Elías decidió por fin dejarse cuidar. Se levantó para él una celdilla hecha de ramaje cerca de San Damián, donde moraban Clara y sus compañeras; sin embargo ni todos sus cuidados bastaron a curarle. Fue entonces cuando en medio de sufrimientos continuos, compuso el admirable poema llamado Cántico del Sol o Laudes de las criaturas (2 Cel 213-217). Al ver que los males del paciente no disminuían, lo hizo Fray Elías conducir a Fonte-Colombo y Rieti, para ponerlo en manos de un afamado médico especialista, siendo los encargados de velar por él cuatro frailes a quienes él amaba tiernamente, y cuyos nombres han sido conservados por la tradición: Fray León, Fray Ángel, Fray Rufino y Fray Maseo, que se esmeraron con la más filial solicitud por dulcificar sus dolores corporales y las angustias de su espíritu.
Francisco no permaneció en Rieti, ya que por el biógrafo oficial sabemos que estuvo algún tiempo en Greccio. Pero en vista de que nada podía atenuar sus dolores, fue llevado a Sena para ponerlo en manos de un nuevo médico. Allí, en un eremitorio situado a las puertas de la ciudad, debió pasar probablemente el invierno de 1225-1226.
En el mes de abril de este último año le sobrevinieron tan fuertes vómitos de sangre que se creyó llegada su hora postrera.
Acudió Fray Elías al saberlo, y como entonces se produjese cierta mejoría, el Santo abandonó Sena para ir al eremitorio de las Celle, cerca de Cortona, donde, según toda verosimilitud, redactó su Testamento.
Pocos días debió permanecer Francisco en Cortona. Declarándosele una hidropesía, y el estómago se negaba a retener alimento alguno; en vista de lo cual quiso el Santo regresar cuanto antes a su ciudad natal. Para burlar cualquier audaz golpe de mano de los habitantes de Perusa, que quizás no hubieran vacilado ante ningún medio, a trueque de asegurarse aquella preciosa reliquia del cuerpo del Santo después de su muerte, la piadosa caravana, con protección de escolta armada, tomó el camino de Gubbio, Nocera, Satriano y llegó a Asís, donde fue hospedado en el palacio del Obispo.
La muerte se aproximaba ya a grandes pasos. A la hinchazón que se había producido en Cortona, sucedió una delgadez extremada, y la ceguera llegó a ser casi completa. Reunió entonces Francisco en torno suyo a todos sus Hermanos, los bendijo, comenzando por el Ministro General, y hablarles con ternura y fervor de aquel humilde santuario de Nuestra Señora de los Ángeles, donde se había desposado con la Pobreza, de aquella cuna de la Orden que fue testigo de la vida evangélica de sus primeros discípulos, y que también quería fuese testigo de su muerte. Éste su deseo fue atendido. El Obispo no osó retenerlo, y los fieles compañeros, cargados con su preciada carga, se dirigieron hacia la Porciúncula. Cuando llegaron a la mitad del camino, en el Hospital de los Crucígeros, desde donde se abarca toda la ciudad de un solo golpe de vista, Francisco de Asís envió a su ciudad natal su adiós postrero con una última bendición.
En este su querido santuario de la Porciúncula es donde Francisco esperó la llegada de la muerte. Consoló una vez más a Clara y sus monjas, recibió la visita de Jacoba de Settesoli, y bendijo de manera especial al primogénito de la Orden, Bernardo de Quintavalle (2 Cel 214; 3 Cel 37-39).
Fiel hasta la muerte a su Dama la Pobreza, se hizo despojar de sus vestidos y extender desnudo sobre la tierra. Vestido luego de un hábito hecho con la tela traída por la hermana "Fray Jacoba", dio sus últimos consejos, y acordándose de la Última Cena del Señor, a imitación de Jesús, bendijo un pan y lo repartió entre sus discípulos. Pasó aún algunos días en la intimidad con sus compañeros, cantando con ellos el Cántico al Sol, al que añadió una estrofa en honor de "Nuestra Hermana la Muerte".
Por fin, al atardecer del sábado 3 de octubre de 1226, sintió los primeros abrazos de la muerte, y después de entonar el Salmo Voce mea ad Dominum clamavi se hizo colocar nuevamente en el desnudo suelo delante de todos los frailes reunidos, y mientras a petición suya se leía el Capítulo 13 del Evangelio de San Juan: Antes de la fiesta de la Pascua, el fiel amante de la Pobreza entregó su alma a Dios.
Tenía entonces Francisco 45 años y, desde el día en que, consagrándose perfectamente a Cristo, se había obligado deliberadamente a seguir las huellas de los Apóstoles para restaurar en la sociedad cristiana la vida evangélica, habían transcurrido veinte años.
El deseo de San Francisco había sido reposar en la capilla de la Porciúncula, pero los Asisienses, temerosos de que se les robara tan preciosa reliquia, rogaron a Fray Elías se le enterrase en la iglesia de San Jorge, que, como situada dentro de la ciudad, estaba menos expuesta a peligro de violación. Y en efecto, depositado el cuerpo del Santo en su ataúd, fue llevado con solemne comitiva a su nueva morada, pasando por San Damián, para dar a la hermana Clara y sus compañeras el consuelo de venerarlo por última vez.
Por los cuidados de Fray Elías fue luego colocado en el interior de la iglesia, en un sarcófago de piedra abierto, pero rodeado de un enrejado de hierro, y todo ello, rejas y sarcófago, encerrado en un arca de madera provista de tapa con bisagras y cerradura. Merced a esta disposición, el precioso tesoro quedaba visible al levantarse la tapa, estando al mismo tiempo protegido contra piadosos atentados de una devoción indiscreta. Por lo demás esta tumba sólo era provisional. Fray Elías tenía ya el proyecto de levantar al Santo un monumento más digno de su memoria. El Cardenal Hugolino, elevado al Pontificado con el nombre de Gregorio IX, le animó en su empresa en el Capítulo de 1227, que nombró Ministro General a Juan Parenti.
Fray Elías, encargado de la ejecución del plan que él mismo había ideado, puso manos a la obra con todo entusiasmo. Un señor rico de Asís, llamado Simón Puzzarelli, donó un terreno situado al Este de la ciudad, sobre el Collis inferni (la colina del infierno), para que en él levantase «un oratorio, o iglesia, o cualquier otra construcción destinada a recibir el cuerpo de San Francisco», según expresa el acta de donación de 29 de marzo de 1228. La voz popular canonizaba ya al Fundador de los Menores; no podía tardar mucho la canonización oficial.
El Papa, obligado a abandonar Roma a consecuencia de una sedición, había venido a Asís, acompañado del Sacro Colegio, y después de examinar los milagros atribuidos a Francisco, procedió a la canonización del que había sido su amigo, teniendo lugar la ceremonia el 16 de julio de 1228. Al día siguiente el Pontífice puso personalmente la primera piedra de la nueva iglesia, y la Colina del infierno tomó desde entonces el nombre de Colina del Paraíso. Empero, esta glorificación no parecía suficiente a Gregorio IX, y por la Bula Mira circa Nos del 19 de julio, publicó la canonización de San Francisco, y ordenó a todas las diócesis celebrar su fiesta el 4 de octubre, orden que se reiteró más adelante, en una y otra Iglesia por la Bula Sicut phialae aureae .
Por esta misma época el Papa encargó a Tomás de Celano escribiese la biografía del Santo, conocida después bajo el nombre de Vida primera, que él aprobó el 25 de julio del año siguiente (1229).
Por su parte Fray Elías imprimía enérgico impulso a los trabajos de construcción sobre la Colina del Paraíso. El arquitecto había resuelto vaciar lo que era propiamente el sepulcro en la roca misma, y sobre él habían de levantarse dos iglesias superpuestas: la una de bóvedas rebajadas, la otra esbelta y más elevada. Los tiempos posteriores vieron en la primera el símbolo de la vida penitente y laboriosa de Francisco, y en la segunda el de su vida transfigurada. Para principios de 1230, esto es, antes de los dos años de colocada la primera piedra, la iglesia inferior estaba casi terminada, y Gregorio IX, por la Bula Is qui ecclesiam, la declaró Caput et Mater de toda la Orden, poniéndola bajo la protección de la Santa Sede, y concediéndole numerosos privilegios, entre otros el de poder celebrarse en ella los oficios en tiempo de entredicho general. Autorizado por el Soberano Pontífice el traslado del cuerpo de San Francisco, se convocó con este motivo el Capítulo General; pero Gregorio IX no pudo cumplir su promesa de presidir esta solemnidad, para cuya celebración había ya concedido nuevas indulgencias. Dejó la presidencia al Ministro General, haciéndose él representar por tres Legados que de su parte llevaron riquísimos presentes y una suma importante destinada a continuar las obras.
La ceremonia, fijada para la Vigilia de Pentecostés, fue grandiosa. Más de dos mil frailes, al decir de un cronista, estaban presentes en Asís, que se hallaba ya repleta de gran multitud de gentes llegadas de los alrededores. El día señalado, 25 de mayo de 1230, se puso en marcha el cortejo. El carro triunfal, salido de San Jorge, avanzaba lentamente por las calles estrechas en que se amontonaba la multitud compacta de frailes y pueblo. Todos querían ver y tocar el sarcófago de piedra que, rodeado de su enrejado de hierro, había sido sacado, tal cual estaba, de la iglesia de San Jorge, con el santo cuerpo que contenía. Como siempre en semejantes ocasiones, hubo atropellos y gritos, tanto que el Podestá y Fray Elías hubieron de hacer intervenir a la milicia comunal para que despejara las vías de acceso a la Basílica. Las puertas de ésta se cerraron, y la urna sepulcral donde reposaba al descubierto el cuerpo del Santo, siempre protegida por el enrejado de hierro, fue colocada en un pequeño nicho cuadrado, preparado de antemano en la intersección de la nave y el crucero, y practicado en la misma roca que forma el suelo de la iglesia inferior. Encima se levantó un altar provisional.
El tumulto y la precipitación entre los que se había realizado la ceremonia, decepcionaron y dejaron descontentos en sumo grado a los Legados y a los religiosos. Se elevaron quejas al Soberano Pontífice, presentándole los acontecimientos bajo los colores de una profanación atrevida. Gregorio IX manifestó por ello su indignación, e infligió severas penas a los frailes y al Podestá de la ciudad (Bula Speravimus, de 16 de junio de 1230, BF, t. I, p. 66). Pero, dadas las explicaciones que redujeron el incidente a sus justas proporciones, se concluyó el asunto.
Fray Elías no reanudó los trabajos hasta dos años más tarde, y ya en 1236, la iglesia superior estaba casi concluida. Sus bóvedas y muros, como los de la iglesia inferior, se cubrieron muy pronto de frescos, en que la pintura italiana cobró nueva vida, como augurio de la maravillosa influencia que San Francisco iba a ejercer en la civilización moderna.